lunes, 20 de febrero de 2012

El hipster del pelo rizado y las gafas de pasta


Él estaba sentado como de costumbre en una de las mesas de la cafetería de la facultad, jugando, como de costumbre, al póker.



Eran las 12:30 y Ricardo iba perdiendo. Tenía las peores cartas de la historia y se encontraba frustrado.
Miró por encima de sus gafas de pasta a todos sus compañeros. Maldita panda de buitres, vienen a gonorrear jamón a mi casa y ni siquiera tienen la educación de dejarme ganar.

-Lo siento tíos, pero hoy no me encuentro inspirado. -Richi se levantó dejando caer perezosamente las cartas sobre la mesa.

Sin mirar atrás y maldiciéndose por su desastrosa partida empezó a andar sin un rumbo fijo. Todavía escuchaba las burlas de sus amigos por haber abandonado. Mierda, esto repercutirá significativamente en mi reputación de hipster… Bueno, siempre me quedará pasarme las noches en vela buscando vídeos musicales en Youtube que nadie, salvo yo y su uploader, conoce.

Sumido en sus pensamientos de bohemio, Ricardo se fue alejando de la zona conocida y se aventuró sin saberlo a unos páramos poco transitados.
Cuando levantó la vista estaba ante una puerta entreabierta y con unos apuntes desparramados sobre el suelo. Infinitas fórmulas de campos magnéticos y pequeñas anotaciones ilegibles estaban estampadas en los folios, que seguían un rastro escaleras abajo tras la puerta.

Como Richi ya le había dado de comer a su gato esta mañana, no tenía prisa por volver a casa, así que se aventuró a bajar las escaleras.
Estaba recorriendo pasillos estrechos y únicamente iluminados por bombillas de bajo consumo que parpadeaban haciendo un ruido extraño.
Murmullos llegaron a los oídos del chico, y conforme iba avanzando más, los murmullos se iban haciendo más audibles.

Pero quítale primero los brackets, que luego se mezclan con la carne, la gente se los traga y vienen a quejarse de que no “deshuesamos bien al pollo”.

Inquietantes palabras que se colaban por debajo de una puerta de acero, que dejaba pasar también una luz blanca. Ricardo no sabía cómo interpretar eso. Lo primero que se le vino a la mente fue que tal vez serían unos frikis a los que habría pillado in fraganti en una partida de esas de rol infinitas y raras que ni sus participantes llegan a comprender del todo.

Abrió despacio la puerta. Y lo que se encontró allí, poco tenía que ver con lo que había imaginado.
Había dos hombres, vestidos con atuendos típicos de carniceros, sujetando cada uno una pierna sobre un triturador de carne. La máquina era silenciosa, eso sí, que por algo se encontraban en la facultad de ingeniería; e iba haciendo una pasta con la carne que se le ponía encima.

A Ricardo le brillaban los ojos bajo sus gafas de pasta. Era todo tan de película gore de clase B. Estaba claro que a los estudiantes más despistados de la universidad los atraían hacia ese lugar para convertirlos en comida. Oh dios, cuánto daño a hecho la crisis en este país. Ni para una comida decente tenemos.

Podría hacer un guión de esto, y se haría millonario, se compraría un jet privado y tal vez un juego de té, y un refinado monóculo, sin faltar un bonito sombrero de copa.

Saliendo de sus ensoñaciones y muy convencido de su plan, se dirigió decidido hacia los dos carniceros, con tan mala suerte que justo en ese momento alguien al otro lado de la habitación llamó su atención y salieron disparados, desapareciendo tras una mampara que sólo dejaba entrever unas pocas sombras.
Fastidiado por este hecho, Richi se puso a inspeccionar aquello.

Observando las paredes cubiertas por azulejos mugrientos, descubrió una nota que rezaba lo siguiente:

“Hoy toca guiso de patatas con carne, es decir, los de Telecomunicaciones. Mañana tocará, zorza (carne en salsa), es decir, los de Ingeniería Informática. ATT: el Decanato”

Richi soltó un bufido. La zorza debería hacerse con la carne dulce y suculenta propia de los de su grado, y no con los freaks de Ingeniería Informática. Esto era un insulto. Raudo como el viento se apresuró a tachar el guiso y poner la zorza en su lugar.

Unas pisadas lo sorprendieron y a penas le dio tiempo a girarse y esbozar una de sus sonrisas más encantadoras.

-Vaya, parece que hoy vamos a hacer una ración más extra. –uno de los carniceros se frotaba las manos.

En ese momento, Ricardo cogió una calculadora Casio que estaba abandonada en una encimera y la tiró con rabia hacia sus atacantes, con tan buena suerte (mala para los otros) que se abrió la tapa y ésta y la calculadora les dieron de lleno en la cara.

-¡¡Estoy demasiado bueno como para desperdiciarme entre guisos y purés!! ¡¡Nunca me cogeréis!! ¡Probad con los Erasmus, quizá tengáis más suerte! –y salió presto de la habitación, apareciendo tras la mampara en la cocina de la cafetería. Por una pequeña ventana podía ver a sus compañeros aún.

Entre tanto brinco y alteración. Las sartenes empezaron a rodar estrepitosamente por el suelo.
-¡¡Jamás!! ¡Esta cocina es puramente ibérica, y ningún gabacho mancillará mis platos!
Todo tipo de cubiertos de madera y metal empezaron a volar sobre la cabeza de Ricardo, intentando darle caza.

En uno de sus movimientos desafortunados, Ricardo dejó caer un bote de alcohol sobre los fogones encendidos. Una llamarada tremenda lamió las paredes y el techo de la cocina.
En pocos segundos, todo aquello ardía en llamas.

Aprovechando la distracción, corrió tanto como sus piernas se lo permitieron lejos de aquel infierno, consiguiendo ser así el único sabedor de ese monstruoso secreto, ya que se había asegurado de cerrar bien la puerta de la cocina antes de salir.

Pronto el fuego calcinó más de media cafetería, y entre los gritos despavoridos de los estudiantes y la alarma de incendios, Richi susurró para sí:

-Genial. Y ahora, me marcaré un bailecito triunfador.


viernes, 10 de febrero de 2012

La chica que miraba fijamente a los semáforos


Cuenta la leyenda, que en un reino no tan lejano como pueda llegar a imaginarse, vivía una chiquilla de cabellos color azafrán y sueños color esmeralda, que tenía la capacidad de cambiar los semáforos a su antojo.


Decíanle a menudo que no era más que mera casualidad, pero ella sabía y era plenamente consciente de que no era así.

Todo comenzó cuando un venturoso día de invierno llegaba tarde a sus clases de Fundamentos en contra de las leyes en contra de lo políticamente correcto. Detuvose ella, frente al viejo y marrón edificio en el que recibía clases, a la espera de que el antojoso semáforo se pusiese en verde para los peatones. Ofuscada como ya venía del breo hogar, donde ya había tenido jarana con su progenitora, fulminó con la mirada aquella luz irritantemente roja.
No pasaron más que unos segundos cuando la luz verde que daba paso a los vehículos, tornaba ámbar para finalmente culminar en roja.



La chiquilla no dejó entrever su asombro ya que al ser la primera vez, y así, tan de repente, sin anestesia ni nada, su mente no concebía que aquello fuese causa de su fulminante mirada al pequeño y pixelado hombrecito coloreado en rojo.

Pero más adelante, cuando este hecho se repetía constantemente, no pasaba desapercibido entre los demás viandantes. En poco tiempo pasó a ser denominada como “la chica que miraba fijamente a los semáforos”.



Y así es como concluye la breve pero fascinante historia de la chiquilla que cambiaba el color de los semáforos a su antojo.



domingo, 5 de febrero de 2012

Cuando el horizonte se vuelve borroso

Sus ojos cristalinos miraron al infinito. No podía creérselo.

-Entonces, ¿es verdad? Hay otra.

Él no quiso mirarla a la cara, bajó la mirada hacia sus zapatillas y asintió.

-Podemos seguir siendo amigos.

Una risa amarga se dibujó en sus labios. Amigos. Cómo puedes limitarte a abrazar a aquella persona con la que has compartido los momentos más íntimos. Mirarla de lejos y reprimir ese impulso de lanzarte a su boca.

-No podemos ser amigos.

Un silencio interminable se interpuso entre los dos. La idea de que aquello había terminado para siempre no paraba de dar vueltas en su cabeza, como un gusano apestoso que iba envenenando todos aquellos momentos que fueron felices para ella. La peor pesadilla de todas.
Le dolía el pecho y apenas podía respirar. No pudo contener el torrente de lágrimas ni un segundo más. Su mirada seguía concentrada en el horizonte, que cada vez se iba haciendo más borroso. En un ligero parpadeo los lagrimones iban deslizándose suavemente por su rostro.

Cerró los ojos en un intento vano de disolverse en el aire y no volver a aparecer nunca más. Él no podía ni imaginarse lo que aquello le estaba doliendo, cuánto dolor podía soportar una persona. El hecho de que la persona a la que más amas y por la que tú creías que sentía lo mismo, te diga que ya no te quiere, que no eres más que una “amiga” para él, que hay otra que le da cosas que tú no puedes darle.

Ajeno a estos pensamientos infernales, él levanto una mano en ademán de secarle las lágrimas. Ella se apartó instintivamente, sabía que aquel contacto físico solo iba a escocer aún más la llaga de su corazón.

Al fin abrió los ojos, sin brillo alguno más que el acuoso propio de las lágrimas, estaban vacíos y destilaban un dolor inmenso. Dirigió la mirada, haciendo acopio de todas sus fuerzas, hacia él. Tenía que ver lo que sus palabras habían causado en ella. Tenía que ser responsable de sus actos.

-Sólo deseo que seas feliz. Pero por favor… no me olvides –su voz se quebró en la última palabra.
Respiró hondo.

-Te prometo que te quise. Un día te quise y fui feliz a tu lado.

Lo que más dolor le causaba era el hecho de que no podía odiarlo. Era imposible por más que lo intentaba. ¿Qué culpa tenía él de que su amor se acabase? No podía parar de echarse toda la culpa. No fui una buena novia.
Necesitaba llorar. Llorar y gritar muy alto. Tenía la esperanza de que así el dolor saldría antes. No sabía lo equivocada que estaba.

Y antes de que él pudiera reaccionar, salió corriendo entre la lluvia que disimulaba sus lágrimas y cruzó la calle sin mirar.

Un frenazo, un golpe seco y un reguero de sangre que puso fin a aquella tarde abruptamente.

Las campanas repicaron. Ya no había dolor.