Él estaba sentado como de costumbre en una de las mesas de
la cafetería de la facultad, jugando, como de costumbre, al póker.
Eran las 12:30 y Ricardo iba perdiendo. Tenía las peores
cartas de la historia y se encontraba frustrado.
Miró por encima de sus gafas de pasta a todos sus
compañeros. Maldita panda de buitres,
vienen a gonorrear jamón a mi casa y ni siquiera tienen la educación de dejarme
ganar.
-Lo siento tíos, pero hoy no me encuentro inspirado. -Richi
se levantó dejando caer perezosamente las cartas sobre la mesa.
Sin mirar atrás y maldiciéndose por su desastrosa partida
empezó a andar sin un rumbo fijo. Todavía escuchaba las burlas de sus amigos
por haber abandonado. Mierda, esto
repercutirá significativamente en mi reputación de hipster… Bueno, siempre me
quedará pasarme las noches en vela buscando vídeos musicales en Youtube que
nadie, salvo yo y su uploader, conoce.
Sumido en sus pensamientos de bohemio, Ricardo se fue
alejando de la zona conocida y se aventuró sin saberlo a unos páramos poco
transitados.
Cuando levantó la vista estaba ante una puerta entreabierta
y con unos apuntes desparramados sobre el suelo. Infinitas fórmulas de campos
magnéticos y pequeñas anotaciones ilegibles estaban estampadas en los folios,
que seguían un rastro escaleras abajo tras la puerta.
Como Richi ya le había dado de comer a su gato esta mañana,
no tenía prisa por volver a casa, así que se aventuró a bajar las escaleras.
Estaba recorriendo pasillos estrechos y únicamente iluminados
por bombillas de bajo consumo que parpadeaban haciendo un ruido extraño.
Murmullos llegaron a los oídos del chico, y conforme iba
avanzando más, los murmullos se iban haciendo más audibles.
Pero quítale primero los brackets, que luego se mezclan con
la carne, la gente se los traga y vienen a quejarse de que no “deshuesamos bien
al pollo”.
Inquietantes palabras que se colaban por debajo de una
puerta de acero, que dejaba pasar también una luz blanca. Ricardo no sabía cómo
interpretar eso. Lo primero que se le vino a la mente fue que tal vez serían
unos frikis a los que habría pillado in fraganti en una partida de esas de rol
infinitas y raras que ni sus participantes llegan a comprender del todo.
Abrió despacio la puerta. Y lo que se
encontró allí, poco tenía que ver con lo que había imaginado.
Había dos hombres, vestidos con atuendos típicos de carniceros,
sujetando cada uno una pierna sobre un triturador de carne. La máquina era
silenciosa, eso sí, que por algo se encontraban en la facultad de ingeniería; e
iba haciendo una pasta con la carne que se le ponía encima.
A Ricardo le brillaban los
ojos bajo sus gafas de pasta. Era todo tan de película gore de clase B. Estaba
claro que a los estudiantes más despistados de la universidad los atraían hacia
ese lugar para convertirlos en comida. Oh
dios, cuánto daño a hecho la crisis en este país. Ni para una comida decente
tenemos.
Podría hacer un guión de
esto, y se haría millonario, se compraría un jet privado y tal vez un juego de
té, y un refinado monóculo, sin faltar un bonito sombrero de copa.
Saliendo de sus ensoñaciones
y muy convencido de su plan, se dirigió decidido hacia los dos carniceros, con
tan mala suerte que justo en ese momento alguien al otro lado de la habitación
llamó su atención y salieron disparados, desapareciendo tras una mampara que
sólo dejaba entrever unas pocas sombras.
Fastidiado por este hecho,
Richi se puso a inspeccionar aquello.
Observando las paredes
cubiertas por azulejos mugrientos, descubrió una nota que rezaba lo siguiente:
“Hoy toca guiso de patatas
con carne, es decir, los de Telecomunicaciones. Mañana tocará, zorza (carne en
salsa), es decir, los de Ingeniería Informática. ATT: el Decanato”
Richi soltó un bufido. La
zorza debería hacerse con la carne dulce y suculenta propia de los de su grado,
y no con los freaks de Ingeniería Informática. Esto era un insulto. Raudo como
el viento se apresuró a tachar el guiso y poner la zorza en su lugar.
Unas pisadas lo
sorprendieron y a penas le dio tiempo a girarse y esbozar una de sus sonrisas
más encantadoras.
-Vaya, parece que hoy vamos
a hacer una ración más extra. –uno de los carniceros se frotaba las manos.
En ese momento, Ricardo
cogió una calculadora Casio que estaba abandonada en una encimera y la tiró con
rabia hacia sus atacantes, con tan buena suerte (mala para los otros) que se
abrió la tapa y ésta y la calculadora les dieron de lleno en la cara.
-¡¡Estoy demasiado bueno como
para desperdiciarme entre guisos y purés!! ¡¡Nunca me cogeréis!! ¡Probad con
los Erasmus, quizá tengáis más suerte! –y salió presto de la habitación,
apareciendo tras la mampara en la cocina de la cafetería. Por una pequeña ventana
podía ver a sus compañeros aún.
Entre tanto brinco y alteración.
Las sartenes empezaron a rodar estrepitosamente por el suelo.
-¡¡Jamás!! ¡Esta cocina es
puramente ibérica, y ningún gabacho mancillará mis platos!
Todo tipo de cubiertos de
madera y metal empezaron a volar sobre la cabeza de Ricardo, intentando darle
caza.
En uno de sus movimientos desafortunados,
Ricardo dejó caer un bote de alcohol sobre los fogones encendidos. Una
llamarada tremenda lamió las paredes y el techo de la cocina.
En pocos segundos, todo
aquello ardía en llamas.
Aprovechando la distracción,
corrió tanto como sus piernas se lo permitieron lejos de aquel infierno,
consiguiendo ser así el único sabedor de ese monstruoso secreto, ya que se
había asegurado de cerrar bien la puerta de la cocina antes de salir.
Pronto el fuego calcinó más
de media cafetería, y entre los gritos despavoridos de los estudiantes y la
alarma de incendios, Richi susurró para sí:
-Genial. Y ahora, me marcaré
un bailecito triunfador.